lunes, 24 de octubre de 2016

La fragilidad de las fuertes

Leí muchas cosas por el Día de la Madre. Pocas que me hayan gustado tanto como "Frágil, no apilar" de una amiga de una amiga que describía la maternidad como ese proceso al cabo del cual te volves frágil para siempre. Me gustó porque hay tantas mujeres como maternidades. Yo, en realidad, nunca fue de frikearla con las caidas, los golpes en el jardín, las fiebres de mi hijo. Sólo siento que se me corta la respiración cuando se va de viaje con su papá y sé que por una semana no lo voy a ver. Esos días sí tengo miedo, son como vivir con un efisema, respirando cortito y con poco oxígeno. Excepto este miedo localizado, por llamarlo de algún modo, no me pinta la paranoia por la integridad física  de mi hijo. Y volviendo al post del día de la madre, siento que a mi me pasó lo contrario, mi hijo terminó de liberarme de los miedos. Como en esa escena en Room, en donde la mamá le dice a su hijo "Me salvaste". 
 La maternidad para mí arrancó como una película aterradora de la que, después de un proceso largo y durísimo, logré salir airosa como una heroína de cuentos (más parecida a las antiprincesas que a las de Disney). Sentir que nada era como lo había imaginado, ni el embarazo, ni el parto, ni la lactancia, ni (el que era) mi marido, ni mi vida a partir de ese momento, hizo que todo se me viniera abajo. No tenía de dónde agarrarme, no tenía referencias de qué tipo de mamá quería ser, de qué podía ser, de que podía. Cuando toda la escenografía que había montado para mi película con final feliz (separación incluida) se desmoronó, no me quedó otra que empezar a construir desde la nada. Me cree un personaje, me inventé como mamá, me inventé escenas que me parecieron copadas en medio de ese aluvión de nuevas responsabilidades que me abrumaban, me inventé espacios para estar con mi bebito como un taller de música, aprendí a jugar con él, me inventé un grupito de primerizas con quienes compartir mis angustias.
Y todo ese invento se volvió el guión de mi nueva vida. Podría decir que fue el momento más creativo de toda mi existencia, me rehice como mujer, me cree como madre, y aprendí a ir y venir de cada uno de esos papeles.


jueves, 6 de octubre de 2016

Le cagué la vida

La dieta de mi hijo es macrobiótica, no vegetariana, agroecológica y ayurvédica. Si, todo eso, okey. Es porque sé tomar de cada cosa lo bueno. Boe. Demás está decirles que las golosinas no entran en ninguna de las categorías de arriba. Digamos que están, junto con los alimentos ultraprocesados, ultraprohibidos.
Hace poco, a los tres años, mi hijo probó los caramelos, producto de una piñata que se estalló en un cumple al que fuimos. Y hoy, un vecino le convidó chupetines mientras yo le hacía que no con el dedito sin que mi hijo me viera (no quiero que me recuerde como madre represora). Así que terminó con dos chupetines, un pico dulce multicolor que cuando lo vio, lo dejo hipnotizado tipo Willy Wonka y un chupetín bolita de dulce de leche. Acepté que se fuera con ambos chupetines con la promesa de que lo comiera (obvio que uno de los dos) de postre. Pero, después de mirarlo un rato me dijo“mamá, lo puedo oler?”. Lesto, dije, esto es un camino de ida. Y sí, comelo. Los ojitos le giraron en una espiral de arcoiris mientras lo chupaba con desesperación. Creo que estaba teniendo un pico de hiperglucemia.
La única promesa q iba a seguir vigente era la de lavarse los dientes después por los bichitos. Osea, las caries, porque todavía no tenemos tan aceitada la rutina del cepillado, nocturno. Digamos que los dos estamos tan cansados a la noche que nos da fiaca, es decir, yo me lavo los míos, lo que me da fiaca es insistirle a él, llevar el banquito, atarle la toalla alrededor del cuello para que no se empape el pijama, discutir con él porque quiere mi pasta y no la suya (aunque los dos envases sean los color naranja de Weleda y la única diferencia sea un letrero verde... Voy a pedirle a Weleda que me haga el favor de hacerlos iguales...).
Yo tuve una madre muy miedosa y gracias a eso le dedique varias sesiones de terapia cuando hablaba de tener un hijo. Me había prometido que, cuando fuera madre, iba a dejarlo ser un alma libre, sin ataduras, libre de miedos, de mis miedos, básicamente. Y lo veníamos logrando bastante bien: no le teme a las arañas, a las abejas, a pesar de que ya lo picaron dos veces, aguijón clavado, incluido; ni a las víboras. No le teme a los insectos en general, cosa que aveces me trae complicaciones, como cuando sale de noche a saludar a las babosas que se meten en la cocina o como el otro día, en Tecnópolis, que me tuve que bancar una pecera de cucarachas porque a mi hijo le parecía divertidísimo.
Veníamos bien hasta hoy, que me di cuenta que le cague la vida. Y sí, una hace cosas como madre pensando que hace lo mejor. Pero se te escapa la tortuga y nunca te imaginás que la literalidad te va a arruinar esa labor que tanto cuidas, la de educar a tu hijo sin miedos. El tema fue que de la nada se largó a llorar, me devolvió el pico dulce, y me decía que tenía bichitos mientras se buscaba algo en sus bracitos y piernas. Yo me desesperé porque me imaginé que habían entrado hormigas y se le habían metido abajo del piyama. Así que le abrí todos esos botoncitos que traen los pijamas de golpe y lo entré a revisar. Obvio no tenía nada, yo seguía desconcertada hasta que me dijo "lavame los dientes".
Fin del progresismo. Madre castradora. "De chiquito mi mamá no me dejaba comer chupetines", "Mi primer recuerdo de las golosinas es que después de comer un pico dulce pensé que los bichos me comían el cuerpo".... lo imaginé en un segundo.
Y qué hacer? Le regalo una bolsa de golosinas? Accedo cada vez que me pida caramelos? Lo dejo que la industria de las porquerías le saturen sus papilas gustativas tan prístinas? Estoy bajo los efectos de la culpa...