Mis primeras vacaciones de madre sola planteaban un desafío extra. Por supuesto que ni rozaban el verano que habíamos planeado, así que pensé que irnos a Neuquén, donde vive la madrina de mi hijo (una de mis mejores amigas), y mi papá, eran una excelente opción. Pero sorpresa, el excelente puede cambiar a pésimo en un abrir y cerrar los ojos. Ni me imaginé que no tener cerca a su universo de adultos referentes lo iba a descalibrar así. Mi hijo, ese ser independiente que me despide agitando su manito cuando me voy a trabajar, se volvió un pequeño koala que sólo quería estar conmigo y a upa. "Mamaaaa" sonaba siempre como un grito urgente, aunque sólo hubiera ido al baño a pretender un pis de intimidad. Todo el día era al borde del llanto, tanto que me quedó resentido el tímpano, lo reconozco. Hace un mes que volví y no soporto escucharlo llorar.
Enseguida vi frustrada mi inmensa necesidad de descansar un poco de él, no quiero sonar cruel pero soñaba con tener una ducha tranquila, una siesta o un amanecer que no fuera al alba. Esas eran mis expectativas de estas vacaciones. Pensé que iba a estar feliz de irse a dar un paseo con su madrina y con su abuelo....no se rían, lo pensaba.
El tiro de gracia fue que se enfermara, dos días con angina virósica y los restantes con fiebre y una infección en el oído. Y cartón lleno, contagiarnos a nosotras dos. La casa de mi amiga terminó siendo una sucursal farmacéutica con cajitas de remedios, pañuelitos, nebulizador y mocos para repartir. Ojo, ella siempre le puso onda "Juntas en salud y en la enfermedad" me dijo riéndose.
Este post se lo dedico a Nati, que acondicionó su departamento para nuestra llegada como si fuera a parir. Te adoro preciosa!