jueves, 24 de julio de 2014

Trabajo de parto

Hay algo que sí fue como esperaba, o mejor dicho, como quería que fuera. El trabajo de parto. Sobre todo porque tuvo mucho que ver con el trabajo previo al de parto, el trabajo de cuerpo, mente y espíritu que hice para prepararme para ese momento. Muchas mujeres prefieren ahorrárselo, ¿para qué sufrir al pedo? se preguntan y arreglan agenda con el médico para la cesárea. A menos que exista contraindicación, en el trabajo de parto se desencadenan procesos químicos y hormonales que resultan beneficiosos, tanto para la mamá como para el bebé. No soy médica ni pretendo ser exhaustiva con esto. Lo que sí sé, es que el parto es parte fundamental de nuestra vida sexual como mujeres y ahorrarnos un paso, saltearnos un escalón definitivamente dice algo. ¿Por qué no nos involucramos? ¿Por qué preferimos que las decisiones las tomen otros? ¿Por qué tememos tanto algo que venimos pudiendo hacer ancestral y naturalmente?

En el post anterior conté todo lo que había hecho para procurarme un parto natural. Estaba optimista y dispuesta a darle la bienvenida con todo mi cuerpo. Así que una mañana de sábado muy temprano me desperté con una pequeña pérdida de líquido. Nos habían explicado que el líquido de la bolsa podía oler a dos cosas: semen o lavandina. Mi líquido olía a semen. (Nunca me imaginé fabricando semen, creí que eso era patrimonio masculino). Pensé que había fisurado bolsa y que el nacimiento era inminente, así que decidí darme una ducha en absoluta complicidad con mi bebé y recién después fuimos a despertar a mi marido. Nos despidieron nuestros vecinos con sus hijos saludándonos en la vereda. El viaje a la clínica fue rarísimo, nos miramos con complicidad, sabiendo que todo iba a cambiar. Pero la médica que me revisó nos mandó de vuelta, "Tenés sólo 2 centímetros de dilatación, venís bien pero falta", y a mí eso me sonó a que íbamos a esperar una semana, no que al día siguiente íbamos a volver para que nazca nuestro bebé. 

Al día siguiente empecé con contracciones a la madrugada y las tuve todo el día. Habíamos invitado unos amigos a almorzar así que, a cada ratito, yo me levantaba de la mesa en intervalos de 15 o 20 minutos para pasar las contracciones en la cama. Después volvía, seguía comiendo y conversando. Era tan llevadero que no me parecían contracciones de parto, no eran trabajosas, ni sistemáticas ni regulares. Sólo algo molestas y eso me llevó a la guardia recién a las nueve de la noche porque para mí, la molestia era por una infección urinaria. Así le dije al médico que nos recibió "Estoy con contracciones pero no son de parto. Vengo por una infección urinaria, me duele mucho cuando hago pis". Me revisó y me dijo "Te vas a desvestir y te vas a quedar internada" yo me indigné, quizás por la orden de que me desvistiera y le contesté que pensaba irme a mi casa. Pero él insistió "Tenés cinco centímetros de dilación, no te vas a ningún lado, va a nacer tu bebé". Ese día aprendí dos cosas: las contracciones no son de manual y pueden ser algo llevadero. Del consultorio de guardia pasé a la sala de partos, me obligaron a hacerlo en silla de ruedas, ya estaba con 6 centímetros de dilatación. Tenía muchas ganas de hacer pis así que iba y venía al baño. Me dejaban caminar, me había asegurado de preguntárselo a mi obstetra, la chata no era negociable. Lo único que tenía que ir arrastrando ese carrito del suero, al que por supuesto intenté resistirme, pero no me dejaron opción, porque es protocolo de internación, aunque no lo necesites, aunque no estés enferma.

Cada vez que me venía una contracción me ponía en cuclillas o en cuatro arriba de la camilla, respiraba profundo, la pasaba. Habían bajado las luces, la partera me cubria el cuerpo mientras yo me movía para no quedar desnuda. Tenía el monitoreo rodeándome la panza pero me dejaban moverme igual. Eso también me lo había asegurado, sabía que pasar las contracciones acostada por obligación podía ser doloroso. Cuando comprobaron que mi bebé no se había rotado me anunciaron la cesárea. Me largué a llorar y ellos (partera y médicos de guardia, mi obstetra estaba en camino) intentaban consolarme diciéndome que si tenía otro iba a salir solo, por lo rápido que había dilatado.

El resto de la historia ya la conocen, lo que me queda además de la satisfacción de haberme dado la posibilidad de pasar por esa experiencia laboral que supone el trabajo de parto, es la convicción de que mi bebé eligió cuándo venir a este mundo y de que se puede. Cuando hay deseo y acompañamiento todas podemos hacerlo, algunas logramos parir a nuestros hijos y otras llegamos hasta donde nuestros bebitos nos lo permiten. 

martes, 8 de julio de 2014

Aceptar y sanar

"Fuiste madre hace muy poco y todavía tenés cosas por sanar" me dijo el gurú en mi última sesión de shiatsu. Y es verdad porque mi bebé ya tiene 10 meses y yo todavía, aunque ya no me la paso llorando, no puedo digerir que nada haya sido como pensaba. El parto es una de las cosas.
Yo me había preparado con yoga, con grupos de embarazadas, había leído sobre las posturas, los ejercicios, la respiración, había trabajado mi cabeza y mi cuerpo con María Pichot. Estaba lista para parir a mi hijo y lo iba a hacer de cuclillas. Había encontrado al médico que me iba a dejar pujar en la posición que yo quisiera y a la clínica que promovía el parto natural. También practicaba a diario la contracción del suelo pélvico, mulabanda como le dicen los yoguis. Esto me iba a ayudar en la dilatación y la expulsión. Y de hecho me ayudó porque llegué a la clínica con 5 cm. 
Yo había hecho todo pero mi bebé no se había girado. "Está de pelviana" me decía el obstetra sin que yo entendiera una palabra. "Que si no se da vuelta tenemos que hacer una cesárea" pero yo seguía esperando que mi bebé se diera vuelta. Ibamos a dejar que se desencadenara el trabajo de parto mientras estuvieran bien los monitoreos y las ecografías. Así que yo le hablaba a mi bebito mientras me ponía en cuatro patas porque había leído que esa postura favorecía la rotación. Lo hacía a escondidas porque mi marido me había pedido que dejara en paz al bebé con algo que era mi deseo y, evidentemente, no el de él. "Vos ya viniste a este mundo y lo hiciste a tu manera. Este es su momento, dejalo que nazca como él quiera" me dijo en un rapto de sinceridad. Y a mi me pareció hermoso, lloré y le prometí que aceptaría. Pero no.
Tampoco acepté cuando, en la clínica, me dijeron que iba a cesárea. Me resistí. Empecé a temblar. Estaba congelada, no podía para de tiritar. Mi cuerpo convulsionaba y no era por las contracciones. Se me caían las lágrimas y todos me preguntaban si me dolía algo, si estaba bien. No estaba bien, los odié a todos y quise que desaparecieran. Tuve la sensación de que si me quedaba a solas con mi bebé todo iba a estar bien. Me sentí invadida. No quería que me lo saquen pero ya tenía las piernas dormidas por la peridural. Resultó que además de no haberse girado tenía vuelta de cordón. 
El gurú me explicó que cuando la energía está muy desequilibrada y, por algún motivo, esta empieza a circular para reacomodarse, el cuerpo pierde temperatura, se congela. Yo tirité todo el tiempo que duró la cesárea y hasta que llegué a la habitación. Habíamos dejado de ser uno fusionados en mi cuerpo y ahora estábamos cada uno por su cuenta. Este enjambre de energía, espíritu y materia que había coexistido por nueve meses llegaba a su fin en medio de un  procedimiento quirúrgico en una sala de hospital. Definitivamente no era lo que había imaginado. Pero como dicen las cosas son como son, no como nos gustaría que fueran. Eso es aceptar y aceptar es la antesala de sanar. 

martes, 1 de julio de 2014

El Casamiento de Muriel

La vi por primera vez cuando era una adolescente. Me identifiqué de inmediato con aquella Toni Collette regordeta soñando con su vestido de novia, desesperada por ser amada. Y la escena de ella cantando Waterloo, vistiendo uno de esos trajes había sido lo máximo. En aquel momento yo me quería casar, a pesar de no creer en Dios ni en la iglesia, quería un novio y un vestido blanco, y también escuchaba ABBA. 
La segunda vez que la vi fue en el 2007 en Belfast, Irlanda. Habíamos ido a ver a nuestra amiga de la secundaria Ruth que vivía allí hacía 6 años. Natalia y yo viajábamos con algunos euros en el bolsillo y eso nos obligaba a economizar en todo, sobre todo en la comida, así que volvimos raquíticas. Pero esa semana que estuvimos en Belfast, comimos como animales de engorde y nos reímos como tres colegialas viendo El casamiento de Muriel. Yo seguía mirando revistas con vestidos de novia pero había dejado de escuchar ABBA. Había conocido a alguien un mes antes de viajar. "Para un par de salidas" les había dicho a mis amigas porque no le veía futuro a la relación. No tenía una carrera universitaria, vivía de prestado y dormía en un colchoncito que enrollaba todas las mañanas. Lo único que le importaba era hacer música.
La tercera vez la vi sola, hace algunos días. Mi bebito dormía en su habitación y mi marido trabajaba. Enganché la peli recién empezada y ni lo dudé. Verla de nuevo era recorrer mentalmente como las escenas de la película, estos momentos de mi vida. Terminé con aquel joven músico que había conocido antes de viajar. La relación sin futuro se convirtió en 7 años de relación. Adoptamos dos gatas, viajamos juntos a Europa, visitamos a Ruth, compramos un PH a refaccionar y tuvimos un hijo. 
Como Muriel, qué idea tan romántica que tenemos acerca del matrimonio. Tan irreal como lo que creemos que es el amor hasta que nos ocurre y como es la maternidad hasta que vemos las dos rayitas en el Evatest.   Yo finalmente encontré a un hombre que me ama y aunque creo que me tendré que conformar con el certificado de convivencia que tramitamos para la obra social, les confieso que no dejé de soñar con el vestido blanco.


Este post se lo dedico a dos románticas, Ruth que atravesó un continente persiguiendo su sueño y Nati que sueña hasta despierta.